Antes de nacer de nuevo soy guiado por mis propias inclinaciones humanas,
también llamadas los deseos de la carne. Generalmente estas inclinaciones
guían mis pensamientos y decisiones.
Pero los deseos de la carne no llevan a
una vida en Cristo, a la cual soy llamado. Ceder a deseos tales como:
orgullo, flojera, avaricia, envidia, egoísmo y muchos otros, llevan al pecado.
Jesús describe la mentalidad de los que no han nacido de nuevo de esta
manera: “Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de
ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado,
miserable, pobre, ciego y desnudo.” Apocalipsis 3:17.
Es hasta que reconozco que soy yo al que describen en este
versículo que estoy en el punto donde puedo nacer de nuevo “de agua y del
Espíritu.” Nada de lo que es nacido de la carne, como persona natural,
puede servir a Dios.
Cuando reconozco que no soy capaz de hacer lo bueno,
entonces Dios puede hacerse cargo. Necesito entregar absolutamente todo para
poder nacer del Espíritu – es un nacimiento en la mente y en el corazón. Me
considero muerto a los deseos de la carne y vivo para los
impulsos del Espíritu.
“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive
Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de
Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.” Gálatas 5:20.
Por supuesto, todavía tengo una carne que desea satisfacer sus deseos,
pero ahora estos deseos son vencidos y no tienen más poder sobre mí,
pues ahora estoy vivo conforme lo que guía el Espíritu, que es
la verdad. Mi “viejo hombre”, como Pablo llama a la mentalidad de los que
no han nacido de nuevo, debe permanecer crucificado con Cristo y la nueva
vida a la que he nacido es la vida de Cristo.
La vida de Jesús se
manifiesta en mi carne mortal (2 Corintios 4:11). Es
precisamente por haber nacido del Espíritu, y el Espíritu vive en mí, que tengo
el poder para resistir la tentación, y así mismo permanecer crucificado a los
deseos de la carne y vivir para Cristo. (Romanos 15:13).
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