Antes que todo, tres textos introductorios:
“Bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os
maltraten” (Lc 6, 28)
“Bendecid a los que os persiguen, no maldigáis”
(Rm 12, 14).
“Finalmente, tengan todos un mismo sentir, compartan las
preocupaciones de los demás con amor fraterno, sean compasivos y humildes. No
devuelvan mal por mal ni insulto por insulto; más bien bendigan, pues para esto
han sido llamados; y de este modo recibirán la bendición” (1 P 3, 8-9).
Dicho lo anterior, ya intuimos que no maldecir es
prácticamente una orden. En el Sermón del Montaña, Jesús se refirió a la
prohibición de maldecir:
“Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los
que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial,…” (Mt 5,
44-45).
Alguien se preguntará: “¿Pero qué pretende Jesucristo al
decir esto? ¿Qué ame a mis enemigos, a quien me maltrata, a quien busca mi
mal?” Pues sí, aunque suene absurdo a la lógica humana, esto es lo que nos pide
Jesús. Es más, si cumplimos su voluntad es lo que nos identifica como hijos del
Padre Celestial; es lo que nos hace sus hijos, es lo que me invita a reconocer
en el otro a un hermano.
La fraternidad no es una condición impuesta de arriba, es
algo que construimos nosotros día a día, aun entre desconocidos, si en realidad
somos cristianos. Para ser hijos de Dios, de hecho y no de nombre, ya sabemos
qué hacer.
Las cosas se tienen que hacer como Cristo, el Hijo de Dios,
nos ha enseñado con su ejemplo para ser hijos de nuestro Padre celestial. Ser
hijo de Dios no es sólo tener un certificado de bautismo entre el bolsillo, es
vivir como tal. Si digo que soy hijo de Dios, me tengo que comportar de acuerdo
a lo que soy, es de ley natural establecida por Dios. No puede ser de otra
manera, las leyes naturales no pueden ser violadas, así de sencillo.
Nosotros tenemos que conocer quién es nuestro Padre para
saber comportarnos como sus hijos, en el Hijo. Ahora bien, nosotros los
bautizados somos seres espirituales, somos personas llamadas a la conversión, a
identificarnos cada vez más y mejor con la Palabra y la voluntad divinas, a ser
lo que somos ‘imagen y semejanza de Dios’ (Gn 1, 26-27).
Alguien más se preguntará: “¿Pero es posible amar a mis
enemigos? ¿Es posible bendecir a los que nos maldigan o persiguen?” Pues es
posible aunque no sea fácil; y no es fácil porque normalmente tendemos a
reaccionar en línea con las actitudes de los demás. Dicen que por toda acción
hay una reacción; y si hay una acción de agresión hacia nuestra persona pues es
lógico, ‘humanamente hablando’, que la primera tentación (y ya sabemos quién es
el tentador) sea de agresión también.
Pero Jesús trajo una nueva ley a su pueblo, una ley que es
más exigente que la ley anterior dada por Moisés. La ley de Jesús, aunque sea
difícil de cumplir, es muy posible cumplirla pues, en Él, somos nuevas
criaturas de Dios, somos una nueva creación, las cosas viejas pasaron, todas
son hechas nuevas (2 Cor 5, 17).
Por otra parte el cristiano, que quiere seguir a Jesús tiene
que cumplir con lo que Él dice. Jesús dijo: “Quien quiera seguirme niéguese a
sí mismo” (Mc 8, 34). No podemos seguir a Jesús si no nos negamos, si somos
esclavos de unos instintos, si nos aferrarnos a una lógica humana que invita a
seguir la ley caduca del talión.
Tenemos pues que actuar según las condiciones o indicaciones
de nuestro guía. ¿Qué condiciones? Recordemos, entre otras: Amar a los
enemigos, bendecir a los que te maldicen, hacer el bien a los que te aborrecen
y orar por los que te ultrajan y persiguen.
Si un cristiano responde a estos requerimientos de Jesús,
entre los tantos que Él nos propone, para con quien se tiene algún problema
significa que es hijo de Dios y discípulo de Cristo. Pero si no las manifiesta
significa que todavía no ha nacido a esa nueva vida en Cristo.
La sagrada escritura, tanto en el Antiguo Testamento como en
el nuevo, rechaza la acción de maldecir. Y hay que tener cuidado pues maldecir
afecta más a quien profiere la maldición. Maldecir es como escupir hacia
arriba. El primer perjudicado del mal es quien lo comete.
El maldecir es más propio de los incrédulos (Rm 3, 14), no
de los creyentes. Maldecir es el fruto de un corazón lejano de Dios. No
existe justificación alguna, aunque se pueda tener toda la razón del mundo,
para que un creyente profiera maldiciones.
Santiago lo puso muy bien en su carta: “Con ella (con la
lengua) bendecimos a nuestro Señor y Padre y con ella maldecimos a los hombres,
hechos a imagen de Dios. De la misma boca salen la bendición y la maldición.
Hermanos, esto no puede ser así. ¿Es que puede brotar de la misma fuente agua
dulce y agua amarga? La higuera no puede producir aceitunas ni la vid higos, y
lo salobre no dará agua dulce.” (St 3, 9-12).
La cosa es pues clara y sencilla. Así como una fuente no
puede dar agua dulce y agua salada a la vez, así tampoco un creyente puede
bendecir a Dios y luego maldecir al prójimo. Cuando un cristiano tiene a Dios
en su mente y en su corazón y se alimenta de Dios en la comunión y medita su
palabra noche y día será imposible que de su boca salgan maldiciones, porque de
la abundancia del corazón habla la boca (Mt 12,34)
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