Todos
necesitamos que Dios nos perdone. Pero también necesitamos aprender a perdonar,
aun cuando es difícil. Estos tres consejos pueden ayudarle.
Ser
cristiano no es fácil.
Pero
ser Jesucristo tampoco lo fue. ¿Quién de nosotros podría haberlo hecho tan bien
como Él, viviendo en un mundo donde los mismos pecadores por quienes daría su
vida serían sus verdugos? Y lo que es más impresionante: mientras Cristo
literalmente se estaba sacrificando por ellos, le pidió a Dios con un amor y
misericordia que difícilmente podemos imaginar: “Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen” (Lucas 23:34).
Cualquiera
de nosotros que se arrepienta genuinamente y busque la bendición del perdón de
Dios para ser limpio de sus pecados, debe comprometerse a andar como Cristo
anduvo —a seguir su ejemplo. Y, tarde o temprano, ese camino nos llevará hacia
uno de los mayores desafíos en la vida: decirle a Dios “perdónanos nuestras
deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mateo 6:12).
Una y
otra, vez millones de personas han repetido estas palabras como parte del
“Padre nuestro” sin realmente aplicarlas. Tal vez es por eso que, consciente de
nuestra tendencia humana, Jesús reiteró y subrayó la importancia del perdón
inmediatamente después de concluir su oración modelo: “Porque si perdonáis a
los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre
celestial; más si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre
os perdonará vuestras ofensas” (Mateo 6:14-15). Sí,
así de importante es el perdón para Dios.
Afortunadamente,
muchas de las cosas que los demás nos hacen son relativamente fáciles de
perdonar. ¿Pero qué sucede con las difíciles? ¿Qué sucede con las ocasiones en
que han abusado tanto de nosotros, o nos han lastimado tanto que la profundidad
del dolor nos hace casi imposible pensar en perdón en lugar de venganza o
castigo?
El
pecado lastima; y en un mundo lleno de pecado es casi inevitable que en algún
punto debamos enfrentar el difícil desafío espiritual de perdonar a alguien con
la misma sinceridad que Cristo lo hizo.
Pero
Dios nunca nos pide lo imposible; sólo lo justo. Y además nos promete su ayuda
en nuestra lucha por hacer su voluntad.
Los
siguientes tres consejos pueden ayudarle a hacer lo correcto a los ojos de
Dios: perdonar aun cuando sea difícil.
1.
Trabajo duro, tiempo y repetición
Para
los seres humanos, el perdón generalmente es un proceso que requiere
de trabajo duro, tiempo y repetición. Esto se debe a que a menudo
carecemos de la capacidad de Dios para decir: “Te perdono”, y perdonar para
siempre.
Dios,
“Cuanto está lejos el oriente del occidente, [hace] alejar de nosotros nuestras
rebeliones” (Salmos 103:12). Pero en nuestro caso, aunque podemos decirle a
alguien que lo perdonamos y en ese momento perdonarlo realmente, es posible que
los recuerdos del daño causado nos bombardeen por mucho tiempo, trayendo
consigo nuevos sentimientos de rencor. Se requiere tiempo —tal vez semanas,
meses o años— y pasar varias veces por el mismo proceso para que el deseado
perdón se instale definitivamente en nuestra mente.
Hace
tiempo conocí a una persona que quedó con heridas emocionales muy profundas
tras haber soportado una situación de abuso por mucho tiempo. Incluso mucho
después de haber escapado de esa terrible relación, la víctima
(comprensiblemente) aún luchaba contra el resentimiento.
Sin embargo, ella
entendía que si no se deshacía del resentimiento, éste se convertiría en
amargura; la amargura, en odio, y el odio acabaría por destruirla. El perdón era
la única salida.
Años
después, la persona me confesó que perdonar definitivamente le había tomado
cinco largos años —¡cinco años!— de trabajo duro y de pedirle a Dios que la
ayudara a perdonar y no amargarse. Un día, me dijo, por fin se dio cuenta: “¡el
rencor desapareció!”; fue como si la amargura finalmente se hubiera ido por
completo y el perdón se hubiera instalado para quedarse.
Pero
esto ocurrió sólo porque ella trabajó duro espiritualmente. Sabía que era lo
correcto y perseveró. Nunca se dijo: “bueno, esto del perdón parece no ser para
mí”, sino que siguió intentándolo e intentándolo, y pidiéndole a Dios porque
sabía que era lo correcto.
El
proceso de vencer el enojo y la tristeza hasta perdonar definitivamente puede
requerir de mucha repetición y esfuerzo. Sin duda es más fácil guardar rencor
que cultivar el amor.
Pero
lo que Dios nos dice es: “Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira,
gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos con otros,
misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a
vosotros en Cristo” (Efesios 4:31-32).
¿Es
fácil? No. ¿Vale la pena? ¡Claro que sí! Como me dijo la dama de la historia,
sólo a través del perdón puede vivir ahora con una maravillosa paz mental.
Olvídese
de “perdonar y olvidar”
Lo
único que logramos con creer que Dios nos pide “perdonar y olvidar” es meternos
en un callejón sin salida.
Perdonar
no es lo mismo que olvidar. Sólo Dios, en su gran perfección, tiene la
capacidad de no recordar las faltas. Cómo dice en Hebreos 8:12 y 10:17, “nunca
más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades”.
He
hablado con muchas personas agobiadas por sus recuerdos de los pecados de
otros, porque concluyen: “no debo haberlo perdonado porque, de ser así, no
recordaría lo que hizo”.
¿No
sería grandioso poder olvidar mucho de lo que nos ha dolido en la vida? Tal
vez. Pero en su sabiduría Dios nos creó con memoria con el propósito de que
aprendamos a usarla para nuestro bien.
De
hecho, en varias ocasiones la Biblia nos dice que debemos recordar; y algunos
de esos recuerdos no son nada agradables. En Deuteronomio, por ejemplo, Dios
les dice cinco veces a los israelitas: “recuerden que fueron esclavos”.
¡Recordar sus días de brutal esclavitud, cuando sus hijos fueron asesinados,
debe haber sido algo terrible!
¿Por
qué Dios los haría revivir eso? Para que no olvidaran que Él fue quien los
salvó: “Acuérdate que fuiste siervo en tierra de Egipto, y que Jehová tu Dios
te sacó de allá con mano fuerte y brazo extendido” (Deuteronomio 5:15).
“Y
acuérdate de que fuiste siervo en Egipto; por tanto, guardarás y cumplirás
estos estatutos” (Deuteronomio 16:12). El propósito de Dios no era que
reviviera su dolor, sino que aprendieran las lecciones de la vida y se
esforzaran por obedecerle.
Entonces,
si está luchando por perdonar los pecados que otros han cometido contra usted y
se da cuenta de que aún recuerda el pasado, no significa que no tenga la
capacidad de perdonar.
La
buena noticia es que, cuando hay perdón verdadero, los recuerdos de las malas
experiencias a menudo se van diluyendo, simplemente porque las heridas antiguas
ya no se irritan tan fácilmente. ¿Significa eso
que nunca recordaremos lo que sucedió? No. En la vida a veces pasan
cosas que nos traen a la memoria eventos dolorosos del pasado.
Sin
embargo, el efecto de ese recuerdo depende de lo que nosotros hagamos con él.
Si nos hace estallar emocionalmente, nos hace enojar o nos deprime, significa
que una vez más debemos pasar por el proceso de perdón que seguramente pasamos
anteriormente.
Pero
ese mismo recuerdo, aun si es malo, puede convertirse en una maravillosa
herramienta para mantenernos en el buen camino.
El
apóstol Pablo, por ejemplo, dijo en Filipenses 3:13: “una cosa hago: olvidando
ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante”. Lo
interesante es que tan solo unos versículos atrás Pablo había recordado
detalladamente cosas horribles de su pasado, como cuando persiguió a los
miembros de la Iglesia —¡cosas que consideraba la basura de su vida!
¿Había
realmente olvidado “lo que queda atrás”? Obviamente no. Lo que el apóstol
intentaba decir es que sus recuerdos ahora sólo lo motivaban a servir a Dios y,
por lo tanto, podía seguir adelante con su vida. Los recuerdos no habían
desaparecido, pero ahora él podía decirse a sí mismo: “¡Olvídalo! ¡Todo eso ya
pasó!”.
Perdonar
no significa que nunca volveremos a recordar el pasado; significa poner el
pasado en el lugar correcto. No se angustie por lograr lo imposible: “perdonar
y olvidar”. Simplemente perdone y Dios le ayudará a aprender de su pasado sin
la necesidad de vivir en él.
La
falacia de “perdonarse a sí mismo”
¿Y qué
sucede cuando los mayores causantes de nuestro dolor somos… nosotros
mismos? Muchas personas se aferran a la idea de que “Dios me ha perdonado, pero
simplemente no puedo perdonarme a mí mismo”.
Es
interesante que en ningún lugar de la Biblia dice que debamos aprender a
perdonarnos, probablemente porque ésta es sólo una idea de la moderna filosofía
de autoayuda. Lo que Dios sí dice es:
Arrepiéntete
y cambia; deja de hacer las cosas que has estado haciendo mal.
Una
vez que te hayas arrepentido, acepta que Dios te perdona, que ha pagado por tus
pecados y que los ha olvidado para siempre.
Luego
esfuérzate por perdonar a los demás como has sido perdonado para que
desarrolles la mente y el carácter de Dios.
Dios
diseñó este maravilloso proceso para sanarnos emocional y espiritualmente. La
clave no es perdonarnos a nosotros mismos, sino aceptar la
verdad —aceptar que somos perdonados.
Recuerde
lo que leímos en Filipenses 3 acerca de la persecución de Pablo a la Iglesia.
Él nunca dijo que “no podía perdonarse a sí mismo”; simplemente aceptó
que había sido perdonado.
Nosotros
no somos quienes nos sanamos; ¡es Dios quien lo hace! Es cierto que todos nos
arrepentimos de cosas que hicimos en el pasado, pero nada de lo que hagamos
ahora puede justificar, reparar o borrar nuestros errores. Sólo Dios puede
hacer eso; sólo Él puede perdonarnos.
Y
cuando lo hace, ¿no es eso suficiente? No intentemos ser más justos que Dios
diciendo: “Él podrá perdonarme, pero yo no puedo perdonarme a mí mismo”. De
nuevo, la clave no está en perdonarnos a nosotros mismos, sino en aceptar que
Él nos perdona.
Aceptar
el perdón de Dios es la única manera de limpiar nuestro camino y seguir adelante.
Perdonar
es divino
La
famosa frase del poeta inglés Alexander Pope —“Errar es humano, perdonar es
divino”— ilustra un concepto muy importante: el perdón se basa en un modelo de
comportamiento divino. Cristo fue crucificado por nuestros pecados, pero aún
así nos ofrece su perdón, y luego nos pide que extendamos esa misma gracia a
los demás.
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