¿Qué respondería si alguien le preguntara: “tiene mi vida
algún sentido, tiene algún propósito”? Probablemente usted mismo se ha hecho
esta pregunta. ¿Podemos encontrar una respuesta satisfactoria?
Toda vida tiene dos extremos: el día en que nacemos y el día
en que morimos. Llegamos a este mundo débil e indefenso, pero todos nacemos con
un gran potencial. Al vernos por primera vez, nuestros padres seguramente se
preguntaron: ¿qué irá a hacer nuestro bebé con su vida? ¿En qué clase de persona
se convertirá?
Lo irónico es que a menudo llegamos al final de nuestra
existencia tal como empezamos: débiles e indefensos. Y, cuando la muerte
finalmente se acerca, nos preguntamos ¿qué hice con mi vida? ¿Qué clase de
persona fui?
Pero para ese entonces la mayoría de nosotros también se
habrá hecho la más fundamental y antigua de las preguntas: ¿cuál es el
verdadero propósito de la vida humana?
Esto es algo tan difícil de responder que muchos simplemente
lo descartan como algo sin respuesta. Y quienes hacen un mayor esfuerzo, a
menudo se conforman con respuestas basadas en sus experiencias, como cumplir un
propósito personal, lograr algo emocionalmente satisfactorio, amar y ser amados
o simplemente ser “buenas personas”.
Pero todas estas cosas se limitan a esta vida. Aunque no hay
nada de malo con este tipo de propuestas, ¿son estas respuestas realmente
satisfactorias cuando reflexionamos profundamente? ¿Nos consuelan realmente
cuando nos enfrentamos a la muerte?
¿Es la muerte realmente el final de todo? ¿O hay un
propósito mayor para la vida humana, uno que trasciende esta corta vida física?
Si lo hay, ¿cuál es?
Éstas son las preguntas más importantes de la vida. Nuestro propio significado de la vida
Una de las consecuencias más sutiles de la teoría de la
evolución y el ateísmo es que cada vez menos personas se preguntan si fuimos
creados y diseñados con un propósito definido. Después de todo, la evolución ha
eliminado y el ateísmo ha rechazado la existencia de un ser superior que dé
sentido a nuestra existencia.
Si la vida es producto de un rayo que accidentalmente cayó
sobre el limo de materia primitiva generando una serie de mutaciones de lo
simple a lo complejo, ¿puede tener algún significado? Y si los seres humanos se
posicionaron a la cabeza de la cadena alimenticia sólo por selección natural
con base en la sobrevivencia del más fuerte, ¿puede alguien decir que su vida
tiene un propósito trascendente? Si la respuesta es no, el único lugar donde
podemos encontrar significado entonces es dondequiera que nosotros mismos lo
pongamos.
Hace poco, Buzzfeed.com hizo una encuesta a un grupo de
ateos y muchos de ellos afirmaron haberle dado a su vida un significado propio.
Algunas de sus metas eran:
Tener un impacto positivo en familia y amigos.
Ser amable, aprender, compartir conocimiento y aliviar el
sufrimiento.
Obtener la mayor cantidad de felicidad y diversión posible
de la vida.
Enfocarse en el “aquí y ahora” y aprovechar la libertad de
hacer lo que queramos.
Sin embargo, muchos también confesaron que, si bien ellos le
habían dado a su vida un significado personal, su creencia en que la vida
surgió por accidente implica por definición que no existe un propósito
primordial -que no existe un plan superior.
Pero ¿son ciertas estas ideas limitadas y definidas por los
seres humanos? ¿O son este mundo y su vida producto del diseño de un Creador
perfecto que nos diseñó y nos puso aquí por alguna razón? ¿Podemos encontrar
una respuesta satisfactoria a la pregunta más importante de todas: por qué
nacimos?
¡Dios la responde! Pero para encontrarla, debemos empezar
por el principio.
Volvamos al principio
Juan 1:1 revela: “En el principio era el Verbo, y el Verbo
era con Dios, y el Verbo era Dios”. En otras palabras, antes de que cualquier
cosa fuese creada, Dios el Padre y el Verbo (quien luego se convirtió en
Jesucristo, v. 14) ya existían. De hecho, estos dos seres espirituales, ambos
ilimitados en poder y perfectos en carácter, vivieron juntos por la eternidad.
Luego Dios comenzó a crear. Y como dice Romanos 1:20, “las
cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles
desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas”.
¡Basta con mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta de que el Padre y el
Verbo son arquitectos! Nuestra tendencia humana a construir de todo, desde
robots hasta relaciones personales, es simplemente un reflejo de la naturaleza
de Dios, nuestro Creador.
Su primera creación registrada fueron los ángeles: seres
espirituales hermosos e impresionantes cuyo propósito era servir a Dios y a los
humanos que llegarían más tarde (Hebreos 1:13-14). Sin embargo, eventualmente
un tercio de ellos se rebeló contra Dios, bajo la guía de un poderoso ángel
llamado “Lucero” en la versión Reina Valera 1960 de la Biblia. Como
consecuencia de esa rebelión, Lucero pasó a llamarse Satanás (adversario), y el
resto de los ángeles rebeldes, demonios (Isaías 14:12-15; Ezequiel 28:12-15;
Apocalipsis 12:4).
Pero la conspiración de Satanás no frenó a Dios. Dios tenía
otros planes -planes más grandes- y en un determinado momento los retomó para
crear todo lo que vemos hoy.
La humanidad: una versión de Dios a pequeña escala
El libro de Génesis revela que Dios creó al hombre en el
sexto día de la creación. Y es en este relato donde encontramos una de las
mayores claves del verdadero significado de la vida humana: “dijo Dios: Hagamos
al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los
peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y
en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su
imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Génesis 1:26-27).
Probablemente haya escuchado estos versículos antes, pero
¿ha captado realmente todo lo que implican?
Dios creó al ser humano a su imagen -a su semejanza y con
habilidades como las suyas. Más importante aún, nos dio características de su
mente: inteligencia superior, creatividad, apreciación artística y emociones.
Pero Dios no hizo lo mismo con los animales. A ellos les dio
instinto en lugar de libre albedrío y creatividad, y ésa es la diferencia
primordial entre el reino humano (creado a imagen de la especie Dios) y el
reino animal (con cada animal creado según su especie).
Haber sido creados a imagen de Dios implica que tenemos
capacidades intelectuales y elementos propios de nuestro Creador, sólo que en
una escala mucho menor. Tenemos su forma, pero no su esencia; Él es un espíritu
todopoderoso e inmortal (Juan 4:24), en tanto que nosotros somos mortales de
carne y hueso (Génesis 2:11); y Él no tiene límites (Job 42:2, 1 Corintios
2:11), mientras nuestro intelecto y creatividad son limitados.
¿Es nuestro propósito ser parecidos a Dios?
Sin embargo, la creación de Dios no terminó en el jardín de
Edén. Después de Génesis hay muchos pasajes en la Biblia que revelan la
verdadera intención de Dios, y no es la de crear seres físicos con algunas de
sus características. En realidad, ¡su plan es que lleguemos a ser tal como Él,
con su naturaleza espiritual y su nivel de existencia!
En 1 Juan 3:2, el apóstol Juan afirma claramente que
“seremos semejantes a [Dios], porque le veremos tal como él es”. ¿Se imagina lo
que significa ser como Dios?
Otras Escrituras revelan que, antes de darnos tan increíble
poder, Dios quiere que aprendamos a pensar como Él (Filipenses 2:5), y a vivir
y actuar como Él, y que lo hagamos por decisión propia (Mateo 5:48; 1 Juan
2:6).
Dios no creó autómatas morales, robots humanos programados
para hacer lo correcto. En lugar de ello, decidió dar a la humanidad
(comenzando por Adán y Eva, en el jardín de Edén) la libertad de escoger, y
representó esa libertad en dos árboles: el “árbol de la vida” -la rectitud
moral según los estándares de Dios- y el “árbol de la ciencia del bien y del
mal” -el camino del hombre según su propia idea de lo que es correcto e
incorrecto.
Adán y Eva decidieron rechazar a Dios (Génesis 3:6) y esa
decisión permitió que el pecado (el quebrantamiento de la ley de Dios)
comenzara a permear a toda la humanidad (Romanos 5:12; 1 Juan 3:4). Desde
entonces, el pecado ha sido el obstáculo que se interpone entre nosotros y el
propósito de Dios para nuestra vida (Romanos 6:23).
La vida cristiana se trata de vencer esa barrera para poder
alcanzar nuestro objetivo. Todo comienza con el arrepentimiento y el perdón de
nuestros pecados pasados, a través del sacrificio de Cristo, y después vienen
el bautismo y la recepción del Espíritu Santo -o Espíritu de Dios. Este proceso
de transformación (llamado conversión) nos permite comenzar a cambiar nuestro
carácter y es nuestra parte en el cumplimiento del propósito que Dios tiene
para nosotros.
Antes de recibir el poder ilimitado del Creador, debemos
someternos a Él voluntariamente y desarrollar su carácter perfecto. Esto
implica que debemos esforzarnos por dejar atrás nuestra forma natural de pensar
—que tiende a oponerse a la de Dios— (Romanos 8:7; Colosenses 3:8-9) y
vestirnos “del nuevo [hombre], el cual conforme a la imagen del que lo creó se
va renovando hasta el conocimiento pleno” (Colosenses 3: 10).
En otras palabras, aunque fuimos creados “a imagen” de Dios
físicamente hablando, aún debemos ser creados a su imagen espiritual y
desarrollar su carácter moral y espiritual perfecto. Ése es el mayor propósito
de la vida humana: reformar nuestro carácter espiritual a su imagen y reflejar
su forma de pensar y actuar en todo aspecto de nuestra vida.
La transformación definitiva
La razón por la que hoy en día existen tantos mitos acerca
del propósito de la vida es que muy pocos entienden el siguiente paso.
Dios diseñó el cuerpo humano para que eventualmente muriese
(Ezequiel 18:4; Hebreos 9:27), pero no para siempre. De hecho, Jesús prometió
regresar a la Tierra para realizar uno de los mayores milagros de todos los
tiempos: la resurrección de los muertos. A través de las épocas, los cristianos
han sido motivados por esta esperanza, teniendo la seguridad de que si se
someten a Dios y desarrollan su carácter, tendrán parte en esa resurrección y
podrán dar el último paso del revestimiento de la imagen completa de Dios.
En 1 Corintios 15:42-46, el apóstol Pablo revela cuatro
aspectos de esta maravillosa transformación; nosotros seremos:
Cambiados de corrupción (envejecimiento y decadencia
físicas) a incorrupción (vida espiritual).
Cambiados de deshonra (imperfección) a gloria (perfección).
Cambiados de debilidad a poder.
Y cambiados de cuerpo animal (físico) a cuerpo espiritual.
En otras palabras, ¡seremos transformados de la dimensión
humana al Reino de Dios! No tenemos ni podemos tener estos cuatro aspectos de
la imagen de Dios ahora, pero el versículo 49 nos asegura que “así como hemos
traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial
[Cristo]”.
¡Qué destino tan asombroso! Dios quiere mucho más que
siervos angelicales, ¡quiere una familia con hijos como Él, con quienes pueda
compartir la eternidad! Quiere una familia de seres con los que pueda crear
nuevas cosas y relacionarse de igual a igual, pero para ello, esos miembros de
la familia tienen que ser perfectos, como Él.
Sin embargo, lo que Dios quería desde el principio
(convertir a seres físicos en miembros de su familia), es algo que toma tiempo,
un gran sacrificio y la participación voluntaria de los seres creados.
Pensémoslo: si Dios hubiera creado seres humanos perfectos sin libertad de
decisión, estos seres nunca habrían podido llegar a su nivel realmente; solo
serían autómatas espirituales programados para ser perfectos. En cambio, si
creaba seres físicos a su imagen y con libre albedrío, serían seres con un
potencial asombroso: el potencial de rebelarse y ser como Satanás y los
demonios, pero también el potencial de escoger ser como su Creador.
Desde el comienzo, Dios diseñó un plan maravilloso para
reproducirse en seres semejantes a Él a través de un proceso que aseguraría su
perfección por la eternidad. Así es: nuestro increíble y verdadero propósito es
llegar a ser elevados al nivel de Dios como miembros de su familia divina. Dios
quiere “hijos e hijas” (2 Corintios 6:18), y está en el proceso de “llevar
muchos hijos a la gloria” (Hebreos 2:10).
Piense en lo que esto significa. Cuando tenemos un hijo, ese
hijo es como nosotros; no sólo tiene nuestra forma, sino también nuestro ADN.
Cuando nazcamos en la familia de Dios, nos convertiremos en
sus hijos -seremos glorificados (elevados) al mismo nivel de existencia de
nuestro Padre y nuestro Hermano mayor, Jesucristo. El propósito y plan de Dios
es que lleguemos a ser “participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4),
lo que por analogía significa que tendremos su ADN espiritual; es decir, que
seremos convertidos en espíritu igual que Él (Juan 3:6).
Quienes alcancen ese propósito recibirán oportunidades tan
grandiosas que ahora no las podemos comprender. Sólo podemos imaginar lo que
significará vivir como “reyes y sacerdotes” (Apocalipsis 5:10) y “heredar todas
las cosas” (Apocalipsis 21:7) en el Reino de Dios -en un eterno estado de
productividad, creatividad y crecimiento.
Ésta es la verdad que Dios revela acerca de por qué nacimos,
y sin duda es una verdad mucho más maravillosa que cualquier propósito que el
ser humano pudiera idear para sí mismo. Ésta es la verdad que realmente puede
llenar su existencia de significado y, si se adhiere a ella, puede cambiar su
vida.
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